Borges había escrito que aceptar un destino es aceptarlo hasta el final, y que no creía en la inmortalidad personal, sino más bien en la memoria que uno deja en los otros. Por eso estas letras son retazos de luz de mi memoria, que como luciérnagas aparecen casi silenciosamente.
Corría aproximadamente el año 1977, cuando tuve la fortuna de haber frecuentado en mis años de estudiante de medicina, la biblioteca Miguel Cané ubicada en la calle Carlos Calvo 4319 en el populoso barrio de Boedo.
El lugar todavía albergaba el aroma del escritor. A pesar del tiempo sin tiempo
navegaba en el aire su presencia imaginaria.
Recordemos que en el año 1938, Borges es nombrado auxiliar en dicha biblioteca municipal Miguel Cané. Es su primer trabajo estable remunerado. Borges recordaba que debido a la vecindad de la biblioteca con la esquina de San Juan y Boedo, muchas veces pasó por el café Homero Manzi en donde encontró su sede geográfica el grupo Boedo, rival y antagonista del de Florida. Mientras trabaja allí, escribe La biblioteca de Babel.
La obra refleja un modelo de rutina laboral, agobio y tristeza que el escritor imagina entre galerías hexagonales, 20 anaqueles y espejos que duplican las apariencias.
Yo suelo decir que: los bosques encantados de la creatividad nunca lo transito solo, me acompaña una mangosta, su misión es ahuyentar las serpientes que pretendan envenenar mi deseo. Estoy convencido que Borges también recorrió aquellos bosques encantados junto a tigres, espejos, relojes de arena, mapas, tipografía del siglo dieciocho, arcanas etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson.
Tiempo despues, por esos laberintos espejados que tiene la vida, tendría ocación de verlo y esta vez físicamente. Era Buenos Aires allá por el mes de octubre de 1985 en la confitería del Gran Hotel Dorá de la calle Maipú 963. Yo había ido a pasar mi noche de bodas. Por la mañana y al bajar para desayunar, en una de la mesas, junto a la mía se encontraba Jorge Luis Borges dialogando con Maria Kodama. Tengo hasta hoy la imágen nítida de aquel atesorado recuerdo y lo considero uno de los mejores obsequios que me brindó la vida.
Borges vivió en su piso de la calle Maipú, 994, piso 6B desde 1944 a 1986 [fecha en la que viaja a Ginebra Suiza, donde muere y es sepultado].
Frente a su casa se halla la galería del Este, donde está una de sus librerías favoritas: La ciudad. La galería linda con el Gran Hotel Dorá, donde el escritor solía concurrir.
Es una zona a la que le tengo gran afecto. De anticuarios de la galería del Este, vinieron algunas de las botellas que integran mi colección, como por ejemplo la de los tritones entrelazados [idéntica a la que se halla en Isla negra casa del poeta Pablo Neruda].
El día anterior a su partida a Europa, a donde viajó con María Kodama, fue a comer al Hotel Dorá con su hermana Norah. Borges pidió lo de siempre: arroz blanco hervido con un agregado de muy poca manteca y queso rallado. No tomó ninguna sopa como ocasionalmente lo hacía, pero si comió su postre preferido: una porción de dulce de leche. Cuando su hermana le preguntó que había desayunado esa mañana él le dijo que, como siempre, cereales con leche.
A medida que pasa el tiempo, el valor de la obra de Borges se agiganta, son llamas que nunca se apagan. Su recuerdo cae sobre mí como como copos de nieve encendidos durante la larga noche
Ahora, froto entre mis manos un trocito de tronco del oceánico eucalipto que se hallaba en la casa museo de la escritora Victoria Ocampo, y junto al cual Borges solía tomarse algunas fotos. Cierro mis ojos, me voy caminando lenta y apresuradamente. Siento que alguien haciendo tintinear su báculo me acompaña, mientras caen la primeras hojas de otoño.
Carlos Martian*, PPdM:
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